martes, 8 de febrero de 2011

EL SISTEMA ANÉMICO

  Quien se coloca ante las cuartillas en blanco para trazar el esquema de la situación política presente no puede sustraerse a una impresión que se expresaría en estas palabras: falta de vitalidad. La paz ha sido siempre uno de los bienes más apetecidos por los pueblos; pero esto en que vegeta España no es la paz, sino el desmayo. Pudo hablarse de paz octaviana cuando Octavio Augusto logró una madura, serene y redonda calma imperial. La misma palabra tuvo razón entonces para designar al César y al mes del año que alcanza las mejores plenitudes. Pero, ¿qué agosto de gavillas y de racimos para la Historia promete este lánguido junio de la España de nuestros días?

  El Parlamento, en siesta, busca el modo de poder aplazar por unos meses las inquietudes más apremiantes. El Gobierno aplica soporíferos a la vida nacional. La Prensa ensaya en vano las pocas contorsiones que deja pasar la censura para aparentar una vida inexistente. Y así, a ver si podemos pasar el verano.

  Toda esta parálisis es una denuncia tanto más elocuente cuanto silenciosa de la total extenuación del sistema. Ya apenas queda nada de lo que fue el Estado liberal. Nuestra Constitución, llena de declaraciones de derechos individuales, no ha estado en vigor más que en medio ciento de días desde que se implantó la República. Tal vez no quede uno solo de sus artículos –aun en la infancia– que no haya sido negado por leyes de excepción o por la conducta de los Gobiernos. El Estado, no obstante la ropa liberal que aún viste, ya ha percibido que con esa ropa no puede ir a ninguna parte, porque es precisamente una ropa para moverse poco: para asistir a espectáculos desde una platea o para retratarse sobre un fondo de celajes y cortinas. Pero cuando el Estado liberal se decide a quitarse la ropa resulta que tampoco va a ninguna parte: desembarazado, sin pudor, de sus vestiduras, se queda en paños menores, tan bobo y tan perezoso como antes, y, además, más feo.

  No puede ser ágil y sereno, justo y fuerte, sino el Estado que se sabe servidor de una misión en la vida del mundo. Sin esa convicción interior, la Historia en una sucesión de bandazos entre las épocas de severidad, siempre cruel y siempre abusiva, porque no se halla justificada por ningún principio superior, y las épocas somnolientas y estúpidas, como esta que ahora languidecemos.

GIL ROBLES
 

  Este nombre, constituido en epígrafe, ha aparecido bastantes veces en las columnas de Arriba. Pocos habrán opuesto a Gil Robles más objeciones fundamentales que nosotros; pero pocos adversarios habrán mostrado menos repugnancia que nosotros por reconocerle un indudable valor político y humano. Por eso nuestra observación le sigue incesantemente, y por eso quizá se adelante en el descubrimiento de secretas torturas a otras observaciones que imaginan ser más leales, porque son más interesadamente lisonjeras.

  El señor Gil Robles ha llegado en plena juventud, y después de un esfuerzo rápido –es decir, cuando aún el aburrimiento ni le ha podido roer el alma–, a una de las torres de mando más interesantes de la política. Ha llegado con asistencia numerosa de gentes y pertrechos, debidos, en gran parte, a sus dotes singulares de organizador. Por poco reposo que su vida fabril le deje para examinarse por dentro, no habrá dejado de percibir la coyuntura decisiva de su existencia en que se encuentra ahora: a los sesenta y cinco años, el fracaso puede ser un crepúsculo no desconsolador de la muerte; a los treinta y seis, el fracaso es la salida hacia un desierto de varios lustros de melancolía. El señor Gil Robles ha debido experimentar un escalofrío ante la posibilidad del fracaso, y ha debido formar propósito resuelto de empeñarse con todas sus fuerzas para impedirlo. De seguro que, si fracasa, no será por pereza ni cobardía.

  Pero... ¿le bastará al señor Gil Robles con su brío interior? He ahí que las muestras de su ímpetu no aparecen por ninguna parte. No porque haya reprimido su ímpetu voluntariamente, puesto que hay sobrados rumores de que lo tiene en juego incesantemente, sino porque sobre ese ímpetu ha empezado a caer, suave, viscosa, pertinaz, la baba del sistema que le rodea. El señor Lerroux y sus viejos radicales fingen estar medio en Babia en casi todas las cuestiones; pero van a lo suyo, y no se descuidan; desde noviembre de 1933 se impusieron esta tarea: inutilizar a las fuerzas de Gil Robles, triunfantes en las elecciones generales; pero no inutilizarlas por la tremenda, como hubieran querido los Botella Asensi o los Gordón Ordás, sino envolviéndolas en una especie de tela de araña, fluente, continua, pegajosa, que les impidiera todo movimiento. Es difícil registrar época en que la vieja marrullería política haya logrado mayor destreza que en estos dos años en que Lerroux, fingiéndose el bobo, ha venido enjaulando y haciendo perder el tiempo al nervio juvenil de Gil Robles.

(Arriba, núm. 13, 13 de junio de 1935)