miércoles, 23 de febrero de 2011

EN ESTOS MOMENTOS, MÁS QUE NUNCA, FE EN EL MANDO

  Camaradas: Quien lleva sobre sí la responsabilidad de los destinos de la Falange reclama en estas horas, con más solemnidad que nunca, la completa confianza vuestra. En unas semanas puede iniciarse un auge insólito o una terrible temporada de depresión para nuestro Movimiento. Si sólo fueran a decidir de su suerte nuestros valores y nuestras fuerzas, nuestra unión y nuestra disciplina, no habría que pensar sino en seguir cultivándolas sin innovación, como ayer y como mañana. Seríamos islotes sostenidos por su propia sustancia en medio de un mundo regido por leyes ajenas. Pero el destino de la Falange, como todos en el mundo, pende también del juego combinado de otras muchas fuerzas que no está en su mano regir y que fuera desvarío querer ignorar. De las peripecias políticas españolas, hoy tan confusas como de ordinario, quizá dependa el porvenir próximo de la Falange, su capacidad de propaganda y de crecimiento, la libertad y hasta la vida de muchos de sus militantes más ardorosos. Todas las circunstancias capaces de influir en nuestra suerte no pueden ser conocidas de todos. Algunas son oscuras y sutiles; para valorarlas se requiere una información minuciosa y puntual de la que muy pocos disponen. Estos pocos son, naturalmente, aquellos que tienen su sitio en los órganos más sensibles del Movimiento: la Junta Política y la Jefatura Nacional.

  Es, pues, indispensable que todos, en todo momento, depositéis entera confianza en los consejos de la Junta Política y en las decisiones del jefe. Y pensad en esto: es fácil otorgar la confianza cuando lo que el mando decide se ajusta exactamente a nuestra inclinación; lo difícil es permanecer en la misma lealtad externa e interna cuando lo que se nos manda no es aquello que esperábamos que se nos mandara o resulta oscuro de entender.

  Para lo que pase, sean cuales sean las maniobras que exija la difícil navegación de las semanas que ahora empiezan, estad seguros de que, más firme que ninguna actitud táctica, permanece la fidelidad inconmovible de nuestros camaradas de la primera jerarquía a lo que es esencia irrenunciable de la Falange y previsión segura de su última meta. No puede ser negada esa total confianza a quienes desde la primera hora se la han ganado con su permanencia leal en los sitios de mayor pesadumbre.

  Monte cada cual una guardia interior en estos días contra la inclinación al desaliento. Ya veréis cómo, se haga lo que se haga, os vienen desde fuera a soplar al oído insinuaciones hipócritas contra vuestros jefes. Veréis cómo gentes de fuera se afanan estos días, sin que sepáis por qué, por aparecer a vuestros ojos como más fervientes defensores que vosotros mismos de nuestra integridad doctrinal. Cuando os vengan con estas cosas, comparad simplemente los servicios de aquellos mentores con los de los jefes a quienes os invitan a descalificar. Pensad si los servicios y los sacrificios soportados durante dos años en apretada hermandad con vuestros jefes no han ganado para éstos vuestra entera fe. Y confiad no sólo en su lealtad, sino también en su destreza. Una temporada peligrosa y oscura desembocará, si los seguís sin titubeo, en un ancho periodo de esplendor para la Falange, a la que no sujetará ninguna ligadura, ni disminuirá ningún compromiso, ni entorpecerá ninguna confusión, para manifestarse limpia, libre y entera en el cumplimiento de su destino.

¡Arriba España!

(Arriba, núm. 27, 9 de enero de 1936)

lunes, 21 de febrero de 2011

SENTIDO HERÓICO DE LA MILICIA

  La milicia no es una expresión caprichosa y mimética. Ni un pueril "jugar a los soldados". Ni una manifestación deportiva de alcance puramente gimnástico.

  La milicia es una exigencia, una necesidad ineludible de los hombres y de los pueblos que quieren salvarse, un dictado irresistible para quienes sienten que su Patria y la continuidad de su destino histórico piden en chorros desangrados de gritos, en oleadas de voces imperiales e imperiosas, su encuadramiento en una fuerza jerárquica y disciplinada, bajo el mando de un jefe, con la obediencia de una doctrina, en la acción de una sola táctica generosa y heroica.

  La milicia iza su banderín de enganche en todas las esquinas de la conciencia nacional. Para los que aún conservan su dignidad de hombres, de patriotas. Para los que en sus pulsos perciben todavía el latido de la sangre española y escuchan en el alma la voz de sus antepasados, enterrados en el patrio solar, y les resuena en el corazón el eco familiar de las glorias de los hombres de su nación y de su raza que claman por su perpetuidad.

  Es la Patria quien necesita de nuestro esfuerzo y de nuestros brazos; ella es quien nos manda uniformar, formar todos como uno, vestir las azules camisas de la Falange. La Patria es quien borda con mano de mujer –de madre, de novia– sobre el pecho, exactamente encima de la diana alborotada del corazón, ansioso de lucha y de sacrificio, el yugo y el haz, las flechas de nuestro emblema.

(Haz, núm. 6, 15 de julio de 1935)

viernes, 18 de febrero de 2011

DIÁLOGO QUE MANTUVIERON EN SALAMANCA, EL 10 DE FEBRERO DE 1933, JOSÉ ANTONIO Y DON MIGUEL DE UNAMUNO

  Unamuno.–Sigo los trabajos de ustedes. Yo soy sólo un viejo liberal que he de morir liberal, y al comprobar que la juventud ya no nos sigue, algunas veces creo ser un superviviente. Cuando de estudiante me puse a traducir a Hegel, y acaso pude ser uno de los precursores de ustedes.

  José Antonio.–Yo quería conocerle, don Miguel, porque admiro su obra literaria y sobre todo su pasión castiza por España, que no ha olvidado usted ni aun en su labor política de las Constituyentes. Su defensa de la unidad de la Patria frente a todo separatismo nos conmueve a los hombres de nuestra generación.

  Unamuno.–Eso siempre. Los separatismos sólo son resentimientos aldeanos. Hay que ver, por ejemplo, qué gentes enviaron a las Cortes. Aquel pobre Sabino Arana que yo conocí era un tontiloco. Maciá también lo era, acaso todavía más por ser menos discreto... Confío en que ustedes tengan, sobre todo, respeto a la dignidad del hombre. El hombre es lo que importa; después lo demás: la sociedad, el Estado. Lo que he leído de usted, José Antonio, no está mal, porque subraya eso del respeto a la dignidad humana.

  José Antonio.–Lo nuestro, don Miguel, tiene que asentarse sobre ese postulado. Respetemos profundamente la dignidad del individuo. Pero no puede consentírsela que perturbe nocivamente la vida en común.

  Unamuno.–Pero yo confío en que no lleguen– ustedes a estos extremos contra la cultura que se dan en otros sitios. Eso es lo que importa. No es posible que la juventud, por muy estupidizada que esté, y yo lo creo sin ánimo de molestarles, caiga en el horror de creer que el pensar es una "funesta manía"; la funesta manía de pensar de aquellos bárbaros de Cervera. Por cierto que el otro día, y con motivo de una huelga en la Universidad, recibí a un grupo de muchachos de los de ustedes. Les pregunté qué querían, qué era eso de la Falange.

  Bravo.–Estarían aturdidos ante usted y no sabrían explicárselo.

  Unamuno.–No sé. Pero no sabían lo que querían. Y eso me prueba que hay un peligro de desmentalización de los muchachos. No conviene que ustedes acentúen esa tendencia pasional.

  Sánchez Mazas.– Pero usted, don Miguel, ha escrito a veces otra cosa.

  Unamuno. –Acaso. Llevo ya más de cuarenta años de escritor y a veces me olvido de lo que dije, y otras me contradigo y repito. Eso es lo humano...

  José Antonio. –Estamos necesitados, don Miguel, de una fe indestructible en España y en el español.

  Unamuno. –¡España! ¡España!... Muchas veces he pensado que he sido injusto en mis cosas; que combatí sañudamente a quienes estaban enfrente; acaso quizá a su padre. Pero siempre lo hice porque me dolía España, porque la quería más y mejor que muchos que decían servirla sin emplearse en criticar sus defectos.

  José Antonio. –También nosotros, don Miguel, hemos llegado al patriotismo por el camino de la crítica. Eso lo he dicho yo antes de ahora. Y hoy, en esta Salamanca unamunesca, voy a decir a quien nos escuche que el ser español es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en el mundo.

  Unamuno. –Muy bien. Pero sin xenofobia. ¡El hombre, el hombre! Y también el español y España. Y los valores del espíritu y de la inteligencia.

  Bravo.–¿Por qué no nos ayuda usted en la lucha contra los separatismos? En el fondo, nosotros somos sus discípulos y hemos aprendido en usted a sentir a España, con orgullo, apasionadamente. Pero son los liberales, los hombres retrasados del XIX, los que ponen en peligro la Patria.

  Unamuno.–Usted repite mucho esa tontería de Daudet sobre el "estúpido siglo XIX". Pero eso no es verdad. Yo lo defiendo. Vivimos ahora mismo de su herencia. incluso lo de ustedes tuvo en él sus primeros maestros. Después de Hegel, Nietzsche, el conde José De Maistre, aquel gran desdeñoso que gritaba a sus adversarios: "No tenéis a vuestro lado más que la razón..."

  José Antonio.–Nosotros no queremos saber nada con De Maistre, don Miguel. No somos reaccionarios.

  Unamuno.–Mejor para ustedes.

  Bravo.–Se hace tarde. La hora del mitin está cerca.

  Unamuno.–Voy con ustedes.

(Bravo: "José Antonio.–El hombre, el Jefe, el Camarada", págs. 85-90).

jueves, 17 de febrero de 2011

SU TESTAMENTO

LOS MUERTOS DE LA FALANGE EN EL PARLAMENTO

  (Discurso pronunciado en el Parlamento el 8 de noviembre de 1935)

  El señor PRIMO DE RIVERA:

  Señores diputados, escuetamente: en la noche de anteayer a ayer han sido asesinados en Sevilla dos muchachos de la Falange. Se llamaban Eduardo Rivas y Jerónimo de la Rosa. ¿Señoritos fascistas? El uno, un modesto pintor; el otro, un humilde estudiante y empleado de ferrocarriles. ¿Se alistaron en la Falange por defender al capitalismo? ¡Qué tenían que ver ellos con el capitalismo! Si acaso padecerían alguno de sus defectos. Se alistaron en la Falange porque se dieron cuenta de que el mundo entero está en crisis espiritual, de que se ha roto la armonía entre el destino de los hombres y el destino de las colectividades. Ellos dos no eran anarquistas; no estaban conformes en que se sacrificase el destino de la colectividad al destino del individuo; no eran partidarios de ninguna forma de Estado absorbente y total; por eso no querían que desapareciese el destino individual en el destino colectivo. Creyeron que el modo de recobrar la armonía entre los individuos y las colectividades era este conjunto de lo sindical y lo nacional que se defiende, contra mentiras, contra deformaciones, contra sorderas, en el ideario de la Falange. Y se alistaron a la Falange, y salieron hace dos noches a pegar por Sevilla los anuncios de un periódico permitido. Y cuando estaban pegando los anuncios en la pared fueron cazados a mansalva; uno quedó muerto sobre la acera, y el otro murió en el hospital pocas horas después.

  Ya comprenderéis que no vengo a formular una "enérgica protesta", como es uso parlamentario; vengo a formular una acusación. En las calles de Sevilla se están sustanciando a tiros las cuestiones entre los bandos políticos desde hace más de un año. La Falange tiene el orgullo de decir que ni una sola vez ha iniciado las agresiones. La Falange puede decir que ni una sola vez se le ha probado una agresión. Muere un día un obrero alistado a la Falange; la ciudad entera señala como inductor del asesinato al partido comunista; no se cierra un solo Centro comunista, no se impone una sola sanción a ningún comunista conocido, no ocurre nada. A veces, los Tribunales logran hacer justicia; otras veces no lo logran. Pero a los pocos días, cuando ya van dos o tres agresiones contra los de la Falange, reciben unos tiros unos cuantos comunistas en la puerta de su Centro. (El señor Bolívar: "Fueron asesinados". –Fuertes protestas.) Sin más averiguaciones, el gobernador de Sevilla encarcela, no a los que presume autores –presunción que ante los tribunales se ha destruido–, sino a quince de los dirigentes de la Falange, e impone a cada uno 5.000 pesetas de multa y acuerda la clausura de todos los Centros de la provincia. Era tan injusta la multa, que el señor ministro de la Gobernación, a la sazón don Manuel Portela Valladares, sólo por una conversación mantenida conmigo revocó la multa de todos y mandó ponerlos en libertad.

  Pero, en cambio, vuelve ahora a caer muerto uno, y a las pocas horas otro, de los afiliados a la Falange. Parece que la imputación de represalia es bien clara; sin embargo, no se cierran los Centros comunistas, no se detiene a un solo comunista, no se impone una multa a ningún comunista. Es decir, que este gobernador de Sevilla, incapaz de garantizar por sí mismo la seguridad de la vida de los ciudadanos, ni siquiera tiene la que sería un poco salvaje gallardía de dejarlos que sustancien sus cuestiones por igual, sino que se dedica a hacer que un bando tenga que estar inerme, a hacer que un bando no tenga siquiera sitios de reunión donde poder ponerse de acuerdo unos cuantos para pegar carteles por las calles, y, en cambio, tiene todas las benevolencias para el otro.

  Esto, que sería en cualquier caso una dejación irritante de autoridad, que sería en cualquier caso una complicidad criminal con uno de los bandos, y cabalmente con el bando que ha iniciado las agresiones siempre, se agrava mucho más, señor ministro de la Gobernación y señores diputados todos –no sé, si acaso, con la excepción del señor Bolívar–, en las circunstancias presentes. En España se está agitando, cada vez más violento, un estado revolucionario terriblemente amenazador para los tradicionalistas y para vosotros, para los liberales burgueses, para los republicanos de izquierda.

  Aquí tengo, señor ministro de la Gobernación, una publicación no clandestina. Es un libro que se llama Octubre, y que he podido comprar pagando su precio. Al respaldo pone la imprenta donde se imprime; a la vuelta de la primera página dice la editorial que lo produce, y por si faltase algo, no más que frente a la declaración previa, se afirma que es un libro de acuerdos y de actitudes de la Juventud socialista, y que con tono oficial lo publica su presidente, nuestro compañero de Parlamento don Carlos Hernández Zancajo. En este libro, que no es una publicación clandestina, en la página 160 se estampan las conclusiones de la Federación de Juventudes socialistas. Quisiera que el señor presidente me permitiese leer tres o cuatro renglones, no más de una docena de renglones, en todo caso.

  Las conclusiones de las Juventudes socialistas son éstas: "Por la bolchevización del partido socialista. Expulsión del reformismo. Eliminación del centrismo de los puestos de dirección. Abandono de la II Internacional. Por la transformación de la estructura del partido –escuchad esto– en un sentido centralista y con un aparato ilegal". Esto no se dice en una publicación clandestina; se formula el propósito de crear un aparato ilegal por una asociación reconocida en un libro que todos podéis comprar por tres pesetas. "Por la unificación política del proletariado español en el partido socialista. Por la propaganda antimilitarista. Por la unificación del movimiento sindical. Por la derrota de la burguesía –en la que entráis vosotros– y el triunfo de la revolución bajo la forma de la dictadura proletaria".. A ver si vosotros, los republicanos de izquierda, estáis dispuestos a preferir esta o la otra dictadura. (Un señor diputado: "Ninguna".) Pues por eso os lo digo. "Por la reconstrucción del movimiento obrero nacional sobre la base de la revolución rusa." Y luego este párrafo: "Las Juventudes socialistas consideran como jefe e iniciador de este resurgimiento revolucionario al camarada Largo Caballero, hoy víctima de la reacción, que ve en él su enemigo, más firme".

  Este es el tono del movimiento revolucionario que se prepara; esto es lo que se agita cada vez más áspero, cada vez más hostil, cada vez más seco, bajo estas coaliciones, más o menos probables, de los socialistas como los republicanos de izquierda, esto: una dictadura de tipo asiático, ruso, sin el menor resto de aquella emoción sentimental que alentó en sus principios a los movimientos obreros. Esto es lo que se está preparando en España; esto es lo que está rugiendo bajo la indiferencia de España (Muy bien), y en muchas provincias de España donde no hay censura, y en otras donde la hay, se publican periódicos comunistas y casi todos los domingos se celebran mítines de propaganda comunista, donde hay puños en alto.

  Ante todo esto, todos vosotros estáis distraídos, y, perdóneme el señor n–finistro de la Gobernación, la censura cree que cumple con su deber, o el Gobierno delega su deber en la censura, haciéndole que tache noticias como esta del asesinato de mis dos magníficos camaradas de Sevilla, que sería muestra para impresionamos a todos, para avisaros a todos de lo que a todos se os va a venir encima. Por eso no reclamo para estos dos camaradas caídos el simple respeto que reclamaría ante cualquier ciudadano, por próximo que me fuera, si hubiera sido asesinado en la calle; reclamo vuestra gratitud y vuestra admiración, porque en medio de la distracción criminal de casi todos, están hombres humildes en la primera línea de fuego cayendo uno tras otro, muriendo uno tras otro, para defender a esta España que acaso no merece su sacrificio.(Aplausos.)

martes, 15 de febrero de 2011

JUVENTUDES A LA INTEMPERIE

IZQUIERDA

  Nosotros –dicen los jóvenes de la izquierda– creíamos en el 14 de abril. ¿Qué era el 14 de abril? ¿Un programa? No; mal podía brotar un programa del conglomerado heterogéneo que triunfó entonces. Lo que nos unió a todos en 1931 fue, más que un programa, una actitud de espíritu. Sentimos como si nos diera en la frente aire fresco de amanecer. Como si saliéramos de una mazmorra triste. Todos nos hallábamos como recién bañados y ligeros. El recuerdo de una decadencia secular, sólo a relámpagos interrumpida, nos abrumaba. Despertábamos de una pesadilla angustiosa; pérdida del imperio colonial, incultura, patriotería, mediocridad, pereza... Ya era otro día: un día transparente, como las palabras del manifiesto de Ortega y Gasset.

  En aquella mañana de abril no había socialistas ni liberales, obreros ni burgueses. Todos éramos unos: masa esperanzada y propicia a que nos modelaran nuestros mejores. ¿Qué pasaba para que nos hubiéramos confundido en una emoción sola gentes enardecidas durante años por afanes distintos?

* * *

  Había pasado esto, sencillamente: como siempre que se alcanza un alto, grado de temperatura espiritual, se había volatilizado la vegetación de todos los programas, habían ardido las ilusiones concretas, y saltaba al aire, más fuerte que cualquier deformación, la vena caliente y soterrada que todos llevábamos dentro, quizá sin advertirlo. Una vez más resplandecía la calidad religiosa, misteriosa, de los grandes momentos populares: no se creía en esto ni en aquello, en éste ni en aquél; se creía en el instante gozoso recién venido. El pueblo no confiaba ya en la virtud de tal o cual programa, sino en la inexpresada certidumbre de que había alcanzado una milagrosa capacidad de adivinación. Las discrepancias entre unos y otros, que hasta la víspera semejaban montañas, desaparecían. Se dijera que, sin saber cómo, habíamos aprendido a volar y que, desde lo alto del vuelo, todo era pequeñez.

  Si el 14 de abril no hubiera habido más que los programas y los hombres conocidos, poco se hubiera podido esperar de él. Lo importante era otra cosa, la alegría del 14 de abril, que, con ser de expresión tan imprecisa, ocultaba mas profunda precisión que todos los programas; ésta: la aspiración ferviente hacia el recobro de la unidad espiritual de España sobre nuevas bases de existencia física popular. Patria y justicia para un pueblo sufrido. Nación y trabajo, dijo más tarde Ortega y Gasset.

* * *

  Pero antes dijo –y nosotros con él–: "No es esto, no es esto". Se pensará que los que habíamos encumbrado como nuestros mejores no habían entendido nada de la alegría popular. Sordos al llamamiento profundo del instante, se entregaron a la sustanciación de sus pequeñas querellas. Por falta de grandeza malograron la casi unanimidad lograda.

  Nos encizañaron a los unos contra los otros. Nos depararon una República "agria y triste". Y lo que es peor: empezaron a retribuir servicios parlamentarios con trozos de España: dieron a Cataluña un Estatuto que era un estímulo a la secesión; cimentaron en la ley fundamental la incitación a obtener análogos Estatutos. Hubo un prurito de mortificación. Se debilitó la defensa nacional. Se orientó la política exterior en sentido servil. En conjunto, se hizo todo lo contrario de lo preciso para conservar y alimentar aquella fe en el recobro de un espíritu colectivo.

* * *

  Y en vez de haber tendido a mejorar la suerte del pueblo con una política generosa, se le irritó con propagandas agresivas, y luego se le dejó sin nada: hambriento como antes y más rabioso. Un marxismo crudo y hostil impidió que lo nacional y lo social se armonizaran. La política social adquirió en muchos puntos aire de insolencia, de altanería de vencedores. Los niños, en las escuelas, empezaron a levantar el puño, y los obreros socialistas, a mirar por la calle con altivez de quienes si toleran la vida al resto de los mortales es por pura condescendencia. Un aire ruso, asiático, opresor, oreaba todo aquello. Empezaba a barruntarse la dictadura del proletariado. Y eso, no –concluyen los jóvenes de izquierda–; no era eso lo que queríamos. Nos propusimos edificar una República ancha y limpia. Con lo que ha venido no nos hallamos en nuestra casa.

DERECHA

  Nosotros –dicen los jóvenes de derecha– salimos a la calle con el alma llena de justa cólera española contra la política irreligioso, rencorosa, antinacional, del primer bienio. Nos humillaba la posición internacional de España, nos dolía en lo más hondo el galope emprendido hacia la desmembración, nos ofendía la insolencia de los triunfadores. Algunos de nosotros, en una ocasión equivocada y heroica, entregaron su vida en la calle alzados contra el Gobierno del Estatuto. Otros, sin ir más lejos, arrostraron las vicisitudes de una propaganda peligrosa. Recorrimos España de punta a punta, predicamos como una cruzada; sacamos de sus casas a muchedumbres retraídas, y en noviembre de 1933 se nos dijo que habíamos vencido.

  ¿Vencimos de veras? Es decir: ¿venció el destino nacional al que pensábamos servir? Porque esto es lo que importa: si nosotros aspirásemos a sustituir a las izquierdas en el abuso del Poder, seríamos tan responsables como ellas. Nosotros –los mejores de nosotros– no fuimos a la lucha electoral con ánimo de desquite, sino de servicio; no quisimos ganar las elecciones para nosotros, sino para España.

  Hoy, aunque nos duela, hemos de confesar que nuestro esfuerzo fue baldío. Hasta octubre de 1934 no se hizo nada. Nuestros jefes decían que forzar las etapas era imprudente. En octubre de 1934 estalló la rebelión separatista y marxista. Nadie, en aquellas horas, regateó su esfuerzo: ni los cuadros armados de España, que se multiplicaron hasta el heroísmo; ni las escuadras de la Falange, que compartieron con las fuerzas armadas peligros y lutos; ni nosotros mismos, jóvenes de derechas, que cooperamos abnegadamente en funciones auxiliares. Alguien dijo, y así lo entendimos todos, que aquella fecha del 7 de octubre era el instante inaugural de un periodo fecundo. El triunfo sobre el primer intento armado de rebelión de la Generalidad tenía sustancia histórica para medio siglo. Nunca pensamos que sea desperdiciara.

  Pero se desperdició. La táctica siguió recomendando soluciones tibias y trámites lentos. El desenlace brillante, tajante, de la intentona, fue sustituido por un inacabable laberinto de dilaciones y regateos. Todavía, pasado un año largo, asistimos a lo que se llama la liquidación de los sucesos de octubre. El Estatuto se va devolviendo a pedazos, sin garantías para la conservación de la unidad nacional. Y en cuanto al socialismo, en vez de desmontarlo y sustituirlo, se le irrita por un lado y se deja que lo alienten por otro.

  ¿Es ésta la política nacional que nosotros soñamos? ¿Vive España una existencia fuerte, caldeada por un espíritu nacional? No. Las derechas no han sacado del triunfo sino consecuencias egoístas, conservadoras: han derogado la ley de Reforma agraria, que era mala, no para sustituirla por una buena, sino para reemplazarla por un sarcástico simulacro que no dará tierras a los campesinos españoles en menos de dos siglos; asisten sin congoja al renacimiento de los jornales de hambre; dedican al problema del paro poco más que palabrería... En una palabra: se cruzan de brazos ante la pervivencia de un tono de vida triste, miserable, antihigiénico, bronco y desesperanzado.

  Mala era la insolencia izquierdista de las Constituyentes, pero tampoco el señoritismo de estas Cortes, las risotadas torpes de la actual mayoría ante la viva angustia de España son lo que nosotros apetecíamos. Nosotros, los jóvenes, los que nos movemos por impulsos espirituales, libres del egoísmo zafio de los viejos caciques; nosotros aspirábamos a una España grande y justa, ordenada y creyente. No es esto, no es esto.

MISIÓN

  Así, más o menos, dicen su desencanto dos grandes alas de nuestra generación española. Tristes han ido desertando de los tenderetes donde creyeron encontrar asilo, y, hoy se quejan y desconfían a la intemperie.

  Y es que ni los jóvenes de izquierda eran de izquierda, ni los de derecha eran de derecha. Quiere decirse, claro está, los dotados de sensibilidad suficiente para percibir su tragedia interior; otros tienen desde que nacen almas de viejos corrompidos. Los muchachos de izquierda y de derecha que hoy se sienten a la intemperie no tenían, en el fondo del alma, vocación parcial, partidista: llevaban dentro la imagen imprecisa de una España entera, completa, armoniosa. Como protesta contra la inarmonía de lo que presentaba la realidad, se alistaban en cada ocasión en el bando opuesto, que, por contraste, se les antojaba salvador. Como los enamorados, identificaban su propio afán con la realidad del ser querido: dotaban a éste, fuera como fuera, de gracias y virtudes imaginadas. Pero los partidos de izquierda y de derecha eran bien diferentes a aquellas imágenes. Eran partidos tuertos, incapaces de ver por entero la armonía española y de amarla. Ansiaban concepciones incompletas, monstruosas, banderizas servidas por un vocabulario de humo. Invocaban el nombre de España para arropar, cuando menos, una miseria intelectual. No han traicionado a las juventudes; las ha traicionado la fe que ellas pusieron en que aquellos partidos tuertos pudieran entender la gran aspiración española. Los partidos han dado de sí lo que su propia naturaleza prometía.

  ¿A qué aguardan ahora las juventudes a la intemperie? ¿Renunciarán a toda esperanza? ¿Se retraerán a torres de marfil? ¿Aguardarán a confiar de nuevo en voces partidistas que otra vez las seduzcan para desencantarlas? Si esto hiciera nuestra generación, se recordaría como una de las más cobardes y estériles. Su misión es otra, y bien clara: llevar a cabo por sí misma la edificación de la España entera, armoniosa; por sí misma, por la juventud misma que la siente y entiende, sin intermediarios ni administradores. Esta generación, depurada por el peligro y el desengaño, puede buscar en sus propias reservas espirituales acervos de abnegada austeridad. Cuando se ha aprendido a sufrir, se sabe servir. En el ánimo de servicio está el secreto de nuestro triunfo. Queremos ganar a España para servirla. Arrojados a la intemperie por las tribus acampadas bajo los sombrajos de los partidos, queremos levantar el nuevo refugio fuerte, claro y alegre en cuyas estancias se identifiquen servicio y honor.

(Arriba, núm. 18, 7 de noviembre de 1935)

domingo, 13 de febrero de 2011

ACERCA DE LA REVOLUCIÓN

  La masa de un pueblo que necesita una revolución no puede hacer la revolución.

  La revolución es necesaria, no precisamente cuando el pueblo está corrompido, sino cuando sus instituciones, sus ideas, sus gustos, han llegado a la esterilidad o están próximos a alcanzarla. En estos momentos se produce la degeneración histórica. No la muerte por catástrofe, sino el encharcamiento en una existencia sin gracia ni esperanza. Todas las actitudes colectivas nacen enclenques, como producto de parejas reproductivas casi agotadas. La vida de la comunidad se achata, se entorpece, se hunde en mal gusto y mediocridad. Aquello no tiene remedio sino mediante un corte y un nuevo principio. Los surcos necesitan simiente nueva, simiente histórica, porque la antigua ya ha apurado su fecundidad.

  Pero ¿quién ha de ser el sembrador? ¿Quién ha de elegir la nueva semilla y el instante para largarla a la tierra? Esto es lo difícil. Y aquí nos encontramos cara a cara con todas las predicaciones demagógicas de izquierda o de derecha, con todas las posturas de repugnante adulación a la masa que adoptan cuantos quieren pedirle votos o aplausos. Estos se encaran con la muchedumbre y le dicen: "Pueblo, tú eres magnífico; atesoras las me ores virtudes, tus mujeres son las más bellas y puras del mundo; tus hombres, los más inteligentes y valerosos; tus costumbres, las más venerables; tu arte, el más rico; sólo has tenido una desgracia. la de ser mal gobernado; sacude a tus gobernantes, líbrate de sus ataduras y serás venturoso". Es decir, poco más o menos: "Pueblo, hazte feliz a ti mismo por medio de la rebelión".

  Y el decir esto revela, o una repugnante insinceridad, que usa las palabras como cebo para cazar a las masas en provecho propio, o una completa estupidez, acaso más dañosa que el fraude. A nadie que medite unos minutos puede ocultársela esta verdad: al final de un periodo histórico estéril, cuando un pueblo, por culpa suya o por culpa ajena, ha dejado enmohecer todos los grandes resortes, ¿cómo va a llevar a cabo por sí mismo la inmensa tarea de regenerarse? Una revolución –si ha de ser fecunda y no ha de dispersarse en alborotos efímeros– exige la conciencia clara de una norma nueva y una voluntad resuelta para aplicarla. Pero esta capacidad para percibir y aplicar la norma es, cabalmente, la perfección. Un pueblo hundido es incapaz de percibir y aplicar la norma; en eso mismo consiste su desastre. Tener a punto los resortes precisos para llevar a cabo una revolución fecunda es señal inequívoca de que la revolución no es necesaria. Y, al contrario, necesitar la revolución es carecer de la claridad y del ímpetu necesarios para amarla y realizarla. En una palabra: los pueblos no pueden salvarse en masa a sí mismos, porque el hecho de ser apto para realizar la salvación es prueba de que se está a salvo. Pascal imaginaba que Cristo le decía: "No me buscarías si no me hubieras encontrado ya". Lo mismo podría decir a los pueblos el genio de las revoluciones.

  Entre los jefes revolucionarios que han desfilado por la historia del mundo se han dado con bastante reiteración estos dos tipos: el cabecilla que reclutó una masa para encaramarse sobre ella en busca de notoriedad, de mando o de riqueza, y el supersticioso del pueblo, creyente en la virtualidad innata en el pueblo –considerado inorgánicamente como masa– para hallar su propio camino. El cabecilla suele ser menos recomendable desde el punto de vista de la moral privada; suele ser un sujeto de pocos escrúpulos, que expolia y tiraniza a la comunidad que lo soporta; pero tiene ¡a ventaja de que se le puede suprimir de un tiro; con su muerte acaba la vejación. En cambio, el otro deja rastro y es, desde el punto de vista de su misión histórica, más traidor que el cabecilla.

  Sí, más traidor, usando la palabra "traidor" sin ninguna intención melodramática, sino como denominación simple de aquel que deserta de su puesto en un momento decisivo. Esto es lo que acostumbra hacer el supersticioso del pueblo cuando le coloca el azar en el puente de mando de una revolución triunfante. Al estar allí al trepar allí por un esfuerzo voluntario y después de haber; encendido la fe de quienes le siguieron, ha asumido tácitamente el deber de mandarlos, de guiarlos, de enseñarles el rumbo. Si no sentía rebullirse en el alma como la llamada de un puerto lejano, no debió aspirar a la jefatura. Ser jefe, triunfar y decir al día siguiente a la masa: "Sé tú la que mande; aquí estoy para obedecerte", es evadir de un modo cobarde la gloriosa pesadumbre del mando. El jefe no debe obedecer al pueblo–, debe servirle, que es cosa distinta; servirle es ordenar el ejercicio del mando hacia el bien del pueblo, procurando el bien del pueblo regido, aunque el pueblo mismo desconozca cuál es su deber; es decir, sentirse acorde con el destino histórico popular, aunque se disienta de lo que la masa apetece.

  Con tanta más razón en las ocasiones revolucionarias cuanto que, como ya se ha dicho, el pueblo necesita la revolución cuando ha perdido su actitud para apetecer el bien; cuando tiene, como si dijéramos, el apetito estragado; de esto es precisamente de lo que hay que curarle. Ahí está lo magnífico. Y lo difícil. Por eso los jefes flacos rehuyen ja tarea y pretenden, para encubrir su debilidad, sustituir el servicio del pueblo, la busca de una difícil armonía entre la realidad del pueblo y su verdadero destino, por la obediencia del pueblo que es una forma, como otra cualquiera, de lisonja; es decir, de corrupción.

  España ha reconocido algo de esto bien recientemente: en 1931. Pocas veces, como entonces, se ha colocado la masa en actitud más fácil y humilde. Alegremente alzó a los que estimaba como sus mejores y se aprestó a seguirlos.

  Así, sin esfuerzo, se hallaron en ocasión de mandar los que llevaban muchos años ejerciendo la tarea medicinal de la crítica. Ya se entiende que no me refiero a los demagogos, sino a aquel grupo pequeño y escogido que, al través de un riguroso proceso interior –al principio, revulsión desesperada; al final, clarividencia ardiente–, habían llegado a expresar el anhelo de una España más clara, más limpia, más ágil, libre de no poca cochambre tradicional y de mucha mediocridad tediosa. Los que integraban este grupo tenían el deber de estrenar los nuevos resortes históricos, de plantar los pies frescos llamados a reemplazar a los viejos troncos agotados. Y ésos estaban llamados a hacerlo contra todas las resistencias: contra las de sus ocasionales compañeros de revolución y contra los de la masa misma. Los guías de un movimiento revolucionario tienen la obligación de soportar incluso la acusación de traidores. La masa cree siempre que se la traiciona. Nada más inútil que tratar de halagaría para eludir la acusación. Quizá los directores espirituales del 31 no la halagaran; pero tampoco tuvieron ánimo para resistirla y disciplinaria. Con gesto desdeñoso se replegaron otra vez en sí mismos y dejaron el campo libre a la zafiedad de los demagogos y a la audacia de los cabecillas. Así se malogra –como tantas veces– una ocasión de España.

  La próxima no se malogrará. Ya hemos aprendido que la masa no puede salvarse a sí propia. Y que los conductores no tienen disculpa si desertan. La revolución es la tarea de una resuelta minoría, inasequible masa, porque la luz interior fue lo más caro que perdió, víctima de un periodo de decadencia. Pero que, al cabo sustituirá la árida confusión al desaliento. De una minoría cuyos primeros pasos no entenderá la de nuestra vida colectiva por la alegría y la claridad del orden nuevo.

(Haz, núm. 9, 12 de octubre de 1935)

martes, 8 de febrero de 2011

EL SISTEMA ANÉMICO

  Quien se coloca ante las cuartillas en blanco para trazar el esquema de la situación política presente no puede sustraerse a una impresión que se expresaría en estas palabras: falta de vitalidad. La paz ha sido siempre uno de los bienes más apetecidos por los pueblos; pero esto en que vegeta España no es la paz, sino el desmayo. Pudo hablarse de paz octaviana cuando Octavio Augusto logró una madura, serene y redonda calma imperial. La misma palabra tuvo razón entonces para designar al César y al mes del año que alcanza las mejores plenitudes. Pero, ¿qué agosto de gavillas y de racimos para la Historia promete este lánguido junio de la España de nuestros días?

  El Parlamento, en siesta, busca el modo de poder aplazar por unos meses las inquietudes más apremiantes. El Gobierno aplica soporíferos a la vida nacional. La Prensa ensaya en vano las pocas contorsiones que deja pasar la censura para aparentar una vida inexistente. Y así, a ver si podemos pasar el verano.

  Toda esta parálisis es una denuncia tanto más elocuente cuanto silenciosa de la total extenuación del sistema. Ya apenas queda nada de lo que fue el Estado liberal. Nuestra Constitución, llena de declaraciones de derechos individuales, no ha estado en vigor más que en medio ciento de días desde que se implantó la República. Tal vez no quede uno solo de sus artículos –aun en la infancia– que no haya sido negado por leyes de excepción o por la conducta de los Gobiernos. El Estado, no obstante la ropa liberal que aún viste, ya ha percibido que con esa ropa no puede ir a ninguna parte, porque es precisamente una ropa para moverse poco: para asistir a espectáculos desde una platea o para retratarse sobre un fondo de celajes y cortinas. Pero cuando el Estado liberal se decide a quitarse la ropa resulta que tampoco va a ninguna parte: desembarazado, sin pudor, de sus vestiduras, se queda en paños menores, tan bobo y tan perezoso como antes, y, además, más feo.

  No puede ser ágil y sereno, justo y fuerte, sino el Estado que se sabe servidor de una misión en la vida del mundo. Sin esa convicción interior, la Historia en una sucesión de bandazos entre las épocas de severidad, siempre cruel y siempre abusiva, porque no se halla justificada por ningún principio superior, y las épocas somnolientas y estúpidas, como esta que ahora languidecemos.

GIL ROBLES
 

  Este nombre, constituido en epígrafe, ha aparecido bastantes veces en las columnas de Arriba. Pocos habrán opuesto a Gil Robles más objeciones fundamentales que nosotros; pero pocos adversarios habrán mostrado menos repugnancia que nosotros por reconocerle un indudable valor político y humano. Por eso nuestra observación le sigue incesantemente, y por eso quizá se adelante en el descubrimiento de secretas torturas a otras observaciones que imaginan ser más leales, porque son más interesadamente lisonjeras.

  El señor Gil Robles ha llegado en plena juventud, y después de un esfuerzo rápido –es decir, cuando aún el aburrimiento ni le ha podido roer el alma–, a una de las torres de mando más interesantes de la política. Ha llegado con asistencia numerosa de gentes y pertrechos, debidos, en gran parte, a sus dotes singulares de organizador. Por poco reposo que su vida fabril le deje para examinarse por dentro, no habrá dejado de percibir la coyuntura decisiva de su existencia en que se encuentra ahora: a los sesenta y cinco años, el fracaso puede ser un crepúsculo no desconsolador de la muerte; a los treinta y seis, el fracaso es la salida hacia un desierto de varios lustros de melancolía. El señor Gil Robles ha debido experimentar un escalofrío ante la posibilidad del fracaso, y ha debido formar propósito resuelto de empeñarse con todas sus fuerzas para impedirlo. De seguro que, si fracasa, no será por pereza ni cobardía.

  Pero... ¿le bastará al señor Gil Robles con su brío interior? He ahí que las muestras de su ímpetu no aparecen por ninguna parte. No porque haya reprimido su ímpetu voluntariamente, puesto que hay sobrados rumores de que lo tiene en juego incesantemente, sino porque sobre ese ímpetu ha empezado a caer, suave, viscosa, pertinaz, la baba del sistema que le rodea. El señor Lerroux y sus viejos radicales fingen estar medio en Babia en casi todas las cuestiones; pero van a lo suyo, y no se descuidan; desde noviembre de 1933 se impusieron esta tarea: inutilizar a las fuerzas de Gil Robles, triunfantes en las elecciones generales; pero no inutilizarlas por la tremenda, como hubieran querido los Botella Asensi o los Gordón Ordás, sino envolviéndolas en una especie de tela de araña, fluente, continua, pegajosa, que les impidiera todo movimiento. Es difícil registrar época en que la vieja marrullería política haya logrado mayor destreza que en estos dos años en que Lerroux, fingiéndose el bobo, ha venido enjaulando y haciendo perder el tiempo al nervio juvenil de Gil Robles.

(Arriba, núm. 13, 13 de junio de 1935)

José Antonio Primo de Rivera. Crítica del Liberalismo

José Antonio Primo de Rivera. Crítica del Marxismo