lunes, 27 de junio de 2011

¡ALARMA!

  Con ostentosa publicidad, los cabecillas del socialismo lanzan a diario sus amenazas de revolución. Con la misma publicidad, por lo menos, ha de ser lícito a todos dar la señal de alarma.

  Descontando lo que hay de bravata inocua en las baladronadas socialistas, sería insensato quien quisiera ignorar el peligro verdadero que el socialismo representa. Dos años de gobierno omnímodo han convertido las Casas del Pueblo en arsenales y han permitido al socialismo conocer libremente los resortes con que el Estado cuenta para defenderse. Hasta la penetración en esos resortes ha sido intentada y, en parte, conseguida por el socialismo.

  Este, ahora, queriendo que se le perdonen las injusticias que hizo sufrir cuando mangoneaba, a las demás agrupaciones obreras, lanza a los cuatro vientos la invitación al "frente único". Todos los obreros –dicen los socialistas– han de unirse para llevar a cabo la revolución social.

  Puestas así las cosas, los primeros a quienes hay el deber de avisar es a los obreros. ¡Cuidado, obreros, con los apóstoles de la "revolución social"! ¡En guardia contra los políticos!" Todo el que quiera movilizar las masas sindicales para fines políticos debe ser mirado como sospechoso. Los Sindicatos son los instrumentos de ataque y de defensa del proletariado en tanto no concluya la lucha de clases. Pero los que invitan a los Sindicatos a salirse de su cauce propio aspiran a encaramarse sobre los trabajadores organizados con propósitos bien ajenos a la clase obrera. Piensen los obreros cuánto mejor avenidos han estado los ministros socialistas con los grandes monopolios y con la alta banca, que diligentes en deparar a los mismos obreros las ventajas prometidas cuando solicitaron sus votos.

  Pero las que necesitan, en esta hora, más apremiante advertencia son las clases acomodadas.

  ¡Ay de ellas si no saben separar estas dos cosas: movimiento obrerista e intento revolucionario!

  En cuanto a lo primero, queda todavía muchísimo por hacer. No es tolerable que nadie viva en paz mientras para millones de semejantes nuestros la vida elemental, mínima, puramente el pan y el mísero albergue, es poco menos que un azar, puesto en peligro casi cada jornada. Debemos ir pensando en que una comunidad bien regida no puede considerar a los obreros como una clase con la cual se regatea desde el Poder, sino como una de las unidades integrantes del común destino de la Patria. Antes que nada, de una vez, hay que proporcionar a todos cuantos conviven en un pueblo un mínimum humano y digno de existencia. Y esto no por limar las uñas al peligro revolucionario, sino porque es profundamente justo.

  Mas la revolución que tenemos a la vista es otra cosa. Eso ya no es el movimiento obrero, sino el intento de asalto del Poder por gentes políticas rencorosas y odiosas, algunas que tienen tan poco que ver con los obreros, como Azaña y Casares Quiroga. Estas gentes, por un afán satánico de desquite, están pactando incluso con los separatistas de toda especie. Su rencor vale más que España; poco importa para ellos que España se hunda o se destroce con tal de ver satisfecho su rencor.

  Contra tales gentes no puede haber cuartel. Son la antipatria y el antiespíritu. La ferocidad materialista, seca, inhumana y despiadada. ¡Todos contra ellos!

  Pero ¡ay otra vez si las clases acomodadas quieren poner en juego, como únicos estímulos antirrevolucionarios, su comodidad, su egoísmo y su nostalgia de perdidos privilegios! Frente a la antipatria, hecha mito actuante, no puede alzarse más que la empresa limpia de la Patria. La Patria sin segunda idea, con todo lo que tiene de directamente atractivo, pero, justamente, con todo lo que exige de abnegado. La Patria de todos, no la de los privilegiados. La Patria fuerte y unida, militante y justa. La que soñamos para el esfuerzo y para la muerte los que formamos en la Falange.

  Nada, pues, de heladas milicias rompehuelgas. Nada de equipos mixtos, sin emoción, de muchachos más o menos combatientes. ¡Todos a las mismas filas y a la misma señal de mando! Los cobardes y cicateros –aquellos que, a falta de otra cosa, deben dar su dinero generosamente– saldrán malparados triunfe quien triunfe. No es hora de dudas. Ha sonado –el enemigo está a la puerta– el toque de alarma.

  FE, núm. 7, 22 de febrero de 1934.

viernes, 17 de junio de 2011

EL RUIDO Y EL ESTILO

  Ahora resulta que nosotros, los de la Falange, hemos preferido la clandestinidad a la propaganda abierta. Calculo que Miguel Maura no tomará como base de su imputación los días en que vivimos, porque si tal hiciera, yo tendría que retirar mi presunción de que obra de buena fe. El que ahora tengamos los centros cerrados, la Prensa suspendida y la tribuna silenciosa se debe a menudas circunstancias, ajenas a nuestra voluntad, que ni Maura ni nadie puede desconocer. Pero ¿antes? Hay para hacerse cruces. Durante el año anterior al 16 de febrero, contra viento y marea –porque también aquellos ministros de la Gobernación procuraron por temporadas hacemos la vida imposible–, publicamos un semanario, dimos cerca de doscientos mítines, abrimos centros en todas las provincias de España y publicamos tres millones de hojas impresas, y, por último, presentamos cuarenta y tantas candidaturas para las elecciones generales. Yo creía que todo esto no era clandestinidad. Ahora veo que me equivocaba. ¿Qué habrá llegado a saber de nuestro Movimiento el ciudadano medio español cuando político tan alerta como Miguel Maura, en trance de escribir benévolamente acerca de nosotros, ni siquiera conoce que hayamos dado señales de vida? Más: ignora hasta nuestro nombre. Dice que nuestro fascismo no tiene de italiano sino el nombre. Y, cabalmente, el nombre es lo que no tiene ni ha tenido nunca: jamás se ha llamado fascismo en el olvidado párrafo del menos importante documento oficial ni en la más humilde hoja de propaganda. Así, ¡ay!, nos conocemos unos a otros en esta España de nuestros desvelos. ¿No sería cosa de pensar, aunque nos pegáramos mucho, en escucharnos los unos a los otros alguna que otra vez?

  Precisamente cuando unos cuantos nos lanzamos a fundar lo que ahora parece a Miguel Maura realidad preocupadora nos impusimos como el más estricto deber el de conservar, sobre todo, aun en las manifestaciones más ásperas de la lucha, dos cosas, que casi son una: el rigor intelectual y el estilo. Nos horrorizaba la recaída en aquellos semibalbuceos de nuestro advenimiento que interpretaba como fascismo o cosa parecida el saludo, consignas secretas y el reparto clandestino de unas docenas de pistolas. Si Miguel Maura hubiera tenido la amabilidad de leer algunos de mis discursos –desde el de la Comedia, el 29 de octubre de 1933, hasta el del domingo anterior a las últimas elecciones–; si hubiera leído los trabajos publicados en Arriba, humildemente anónimos las más de las veces, por mis camaradas de más clara cabeza, notaría que nuestro Movimiento es el único Movimiento político español donde se ha cuidado intransigentemente de empezar las cosas por el principio. Hemos empezado por preguntamos qué es España. ¿Quién la vio antes que nosotros como unidad de destino? Analice Miguel Maura este concepto, y verá cómo recoge y explica todo lo inmanente y lo trascendente de España; cómo abraza, por ejemplo, en una superior armonía, la diversidad regional, tan peligrosa en manos de los nacionalistas disolventes como de la gruesa patriotería de charanga. Así, empezando por preguntarnos qué es España, nos forjamos todo un sistema poético y preciso que tiene la virtud, como todos los sistemas completos, de iluminar cualquier cuestión circunstancial. La Falange es el único partido nacional –los marxistas no son nacionales– que responde a un cuerpo de doctrina formulado, con rigor hasta la última coma, en 27 proposiciones. Un cuerpo de doctrina y no un recetarlo de soluciones caseras, porque eso lo tienen casi todos, y nosotros no lo tenemos, gracias a Dios.

  Pero ¡si hasta hemos oído burlas por este prurito sistemático! Si por tratar yo en el Congreso, al hablar no menos que de la revolución de Asturias, de verla bajo especie de historia, el señor Gil Robles me llamó ensayista. ¡Ensayista! Ya se da cuenta Miguel Maura de que, en boca del señor Gil Robles, esta palabra tiene toda la intención de un agudo sarcasmo.

  Por habernos portado como ensayistas, por no haber caído en la idolatría de la actividad, de la agitación ruidosa y vana –de eso que llama Rafael Sánchez Mazas la retórica de la acción–, creo que hemos preservado a nuestra obra contra muchos gérmenes de fracaso. ¡Qué duros tiempos de prueba soportaría ahora si no le hubiéramos impuesto a tiempo aquella sal del bautismo! Y no aludo a las dificultades exteriores, como encarcelamientos y otros fastidios. Eso son peripecias pasajeras. Aludo al riesgo tremendo de deformación. Ahora todos se vuelven fascistas. Hay como una carrera de aspirantes a dictadores. Desde los sitios más dispares se lanzan guiños –en ocasiones, casi indecentes– para ver si la Falange cautiva se deja raptar por esos ocasionales donjuanes. Pero, claro, la Falange, sin saber por qué –estas cosas, adquiridas por vía poética, casi religiosa, no hallan expresión en boca de todos los fieles–; la Falange, sin saber por qué, descubre en sus galanteadores un impalpable matiz grotesco. Su locuacidad flatulenta, su impudor para lanzar al aire las palabras más delicadas y solemnes, su urgencia para llegar a resultados prácticos, su falta de alusión a los primeros principios... Todo eso hace que a la Falange le suene la palabrería de sus pretendientes como un lenguaje extraño y sospechoso. Lo que entre nosotros se comunica en media palabra queda oscurecido en torrentes de vocablos ajenos. Ese estilo de los recién llegados se denuncia a la legua, por lo mismo que cuidar el estilo fue nuestra permanente preocupación.

  Ahora oímos todos los días: "La Patria", "El Ejército", "Antimarxismo", "Estado totalitario", "Me declaro fascista..." y centenares de cosas más. Pero todo como en un torbellino, como en una algarabía, sin que pueda saberse a qué ley matemática y a qué ley de amor obedece. Más parece eso la invitación a un baile de disfraces que la invitación para embarcarse en una empresa religiosa y militar de hacer historia.

  Por eso, puede creerlo Miguel Maura, asisto al correr de estos días con impasible tranquilidad. Y hasta acepto que se me eche en cara, con justicia o con injusticia, el no haber movido demasiado la propaganda de periódicos, carteles, "radio", automóviles, discursos... Acaso sea lo mejor.

  (La censura prohibió en abril de 1936 la publicación de este artículo en Informaciones, que apareció en Baleares el 6 de enero de 1940)