martes, 20 de septiembre de 2011

LO JURÍDICO. EL DESTINO DE LA REPÚBLICA


  Desde el punto de vista del derecho público, la realidad española anterior al presente régimen se caracteriza por esto: España era un país sin verdadero estatuto jurídico; un país gobernado por el arbitrio personal. En el cacique de pueblo empezaba y en el jefe de grupo parlamentario concluía toda una escala de dictadores, para quienes la pericia en esquivar el cumplimiento de las leyes era el mejor timbre de aptitud. Así, ¿cómo iba a haber ciudadanía? Si la ciudadanía, virtud social, ya pugna con nuestro temperamento anárquico, imagínense lo que ocurriría cuando, además, para actuar ciudadanamente, es decir, para mantener en juego eficaz la máquina de nuestros derechos públicos, era indispensable nacer con cualidades de héroe. Recargos en la contribución, exclusiones de las listas electorales, multas y otras mil molestias caían implacablemente sobre el que trataba de ejercer sus derechos frente al depositario local o nacional del Poder público. Claro está que las leyes daban recursos contra todo; pero de tan largo, costoso y a menudo ineficaz ejercicio, que al cabo las víctimas –salvo las de temple heroico– acababan por capitular. De ahí esa marrullero conformidad con el que mandaba, fuese quien fuese, en cada momento, y esas conversiones colectivas, socarronas, de pueblos enteros a las diferentes doctrinas políticas de quienes alternativamente entraban a regirlos. Con tal de vivir en paz se renunciaba al estatuto de derechos y se procuraba granjear, con sumisiones, el arbitrio de los dictadores de turno. No se hará mal en grabar profundamente dentro de nosotros esta idea: el ciudadano español, durante el antiguo régimen, no tuvo nunca, fuera del papel inobservado, un verdadero estatuto jurídico. Es decir, un cuadro permanente de derechos que le permitiera prever las consecuencias de sus actos y que le resguardara, por consiguiente, contra la imprevisible arbitrariedad del que gobernaba. Complementado, como es de rigor, por una organización judicial eficaz e independiente.

  La Dictadura no fue, pues, un régimen de excepción; fue un período más de gobierno personal. Con la diferencia de que los demás Gobiernos usaban siempre el arbitrio en algún provecho particular: de familia, de partido o de clase, y además se enmascaraban con la vestidura de regímenes jurídicos, mientras que la Dictadura se dejó guiar únicamente por la aspiración al bien público, y, además, proclam6 con lealtad su propósito de proceder extralegalmente, recurso quirúrgico que estimó indispensable para remediar la descomposición a su advenimiento.

  Esta lealtad en la proclamación del carácter dictatorial fue la que dio pie a una serie de políticos antiguos, dictadores solapados todos, para denunciar con escándalo a la Dictadura como antijurídica. La crítica era extremadamente superficial; pero a su aceptación por el público contribuyeron dos factores: la incultura política del país y la incomprensible torpeza de nuestros intelectuales, quienes todavía no han logrado entender cuánto había de profundo, de histórico, en el fenómeno de la Dictadura. Cuando se lee la Prensa antidictatorial y se aprecia el tono chabacano de sus ataques (calumnias e insultos mezclados con los restos de una ideología política de desecho evitada ya en toda Europa por quien no haya suspendido sus lecturas en los últimos veinte años), llega a temerse que un pueblo guiado por tales periódicos no podrá nunca llegar a constituir verdadero cuerpo político.

  Andando el tiempo se verá cómo la Dictadura no fue menos jurídica que los demás Gobiernos, cómo los aventajó en la rectitud de propósitos (de ahí que no, halagara a ninguna clase ni tratara de asegurarse la permanencia), cómo minó algunos reductos, al parecer inexpugnables, del antiguo régimen, y cómo, además, proporcionó a España seis años de buena administración. Si la Dictadura no hubiese ahuyentado de España los apremiantes fantasmas de Marruecos, del paro, del déficit, del terrorismo, ¡a buena hora podría estar para estas fechas jugando tranquilamente a la República don Niceto Alcalá Zamora!

  Ahora bien: el 14 de abril último ha triunfado en España una revolución "liberal". Esto parecería absurdo en cualquier otro país. Pero es lógico en el nuestro, porque aquí, como viene diciéndose desde el principio de este trabajo, aún no habíamos ganado efectivamente nuestro estatuto de derechos públicos. Los españoles veníamos gobernados por el arbitrio personal; unas veces mejor y otras peor; pero arbitrio siempre. Así, pues, la conquista del derecho público no era todavía en España un anacronismo.

  Por eso, nada probablemente arrastró mayor número de adhesiones a la República que el manifiesto de los señores Ortega y Gasset, Pérez de Ayala y Marañón. Aquellas promesas de una legalidad ágil y transparente (éstas eran, más o menos, las palabras), en otro país habrían sonado a trasnochada ingenuidad; pero en el nuestro sonaban a esperanza. De seguro que cuantos votaron la República influidos por aquella alocución, lo hicieron con el afán, más o menos preciso en su pensamiento, de alcanzar para España la característica de los pueblos civilizados: aquellos pueblos que se rigen por un estatuto jurídico, protector, para cada ciudadano, contra toda sorpresa y todo abuso de poder.

  ¡Este era el destino de la República! Porque claro está que no faltan energúmenos para quienes la misión de la República consiste en ensangrentarse con venganzas. Pero ese consejo no vendrá del lado de los mejores. El aplicar la ley, por dura que sea, es operación jurídica. El salirse de la ley, aunque sea a estímulos de la cólera popular (agitada artificialmente por unos cuantos periódicos descalificados) es antijurídico, arbitrario; es decir, característico, con mayor gravedad, de lo que representaba el antiguo régimen y contradictorio de lo que se nos prometió como auténtico destino de la República.

  Si nos halláramos ante una revolución social, serían 16gicos, aunque siguieran siendo detestables, los Tribunales de salvación y las penas arbitrarias. Pero nos hallamos ante una revolución jurídica, cuyas promesas en el orden social están lejos de ser revolucionarias; como jurídica ha comparecido la República, y solamente se explica por su juridicidad. ¡Ay de ella si falta a su auténtico destino y se deja arrastrar por los energúmenos!

  Como se está dejando arrastrar en casi todo. Porque, en verdad, puede afirmarse que nunca ha Regado ningún poder arbitrario español a lo que la República ha hecho en dos meses de vida. Jamás se han respetado menos los derechos individuales, ni han sido menos previsibles las consecuencias jurídicas de nuestros actos: prisiones gubernativas, espionajes, delaciones, violación de secretos, suspensión de periódicos, persecuciones políticas, disolución de Tribunales, se han prodigado con abundancia desconocida. Nunca el estatuto jurídico de cada español ha sido muralla más frágil que ahora. Ni el principio de irretroactividad de las normas se respeta. Nadie sabe los derechos que tendrá al día siguiente. Vivimos en una dictadura que ni aún se justifica por la necesidad de vencer fuertes movimientos reaccionarios: La masa monárquica de ningún país aceptó la República con más tranquila resignación que la española. ¿Para qué entonces esto?

  El Gobierno de la República, y después las Cortes Constituyentes, pueden seguir atropellando a los adversarios; podrán, incluso, saltar por encima de las leyes y entregar injustamente cabezas a la cólera popular, como han dicho unas palabras recientes e insensatas. Todo eso le granjeará aplausos turbulentos. Lo aplaudirán aquellas gentes, totalmente faltas de sensibilidad jurídica y de elegancia espiritual, para quienes la tiranía no es por sí misma odiosa, sino sólo cuando es ejercitada por los adversarios; esas que propenden a producir rencorosos tiranuelos en cuanto cae en sus manos una brizna de poder. Para el aplauso de los tales habrá sacrificado la República su verdadero destino. Los españoles capaces de percibirlo (los únicos cuya opinión importa. en suma) se hallarán, como siempre, sin estatuto jurídico, entregados al arbitrio de los dictadores. Ahora son otros, y otros, por consiguiente, los perseguidos. Pero eso, ¿qué más da? Renacerá la desconfianza en el poder de los propios derechos y volverá la adhesión cobarde y socarrona a los caciques de turno. En una palabra: la revolución del 14 de abril habrá malogrado su destino. ¿Podrá, en plena fiebre, improvisarse otro?

  De todos modos, el que se improvise no tendrá la belleza del primero; del que aún puede cumplir; del único que, acaso, pudiera, en parte, consolarnos a todos de la pérdida de tantas cosas.

  JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA

  La Nación, 12 de junio de 1931.