La milicia no es una expresión caprichosa y mimética. Ni un pueril "jugar a los soldados". Ni una manifestación deportiva de alcance puramente gimnástico.
La milicia es una exigencia, una necesidad ineludible de los hombres y de los pueblos que quieren salvarse, un dictado irresistible para quienes sienten que su Patria y la continuidad de su destino histórico piden en chorros desangrados de gritos, en oleadas de voces imperiales e imperiosas, su encuadramiento en una fuerza jerárquica y disciplinada, bajo el mando de un jefe, con la obediencia de una doctrina, en la acción de una sola táctica generosa y heroica.
La milicia iza su banderín de enganche en todas las esquinas de la conciencia nacional. Para los que aún conservan su dignidad de hombres, de patriotas. Para los que en sus pulsos perciben todavía el latido de la sangre española y escuchan en el alma la voz de sus antepasados, enterrados en el patrio solar, y les resuena en el corazón el eco familiar de las glorias de los hombres de su nación y de su raza que claman por su perpetuidad.
Es la Patria quien necesita de nuestro esfuerzo y de nuestros brazos; ella es quien nos manda uniformar, formar todos como uno, vestir las azules camisas de la Falange. La Patria es quien borda con mano de mujer –de madre, de novia– sobre el pecho, exactamente encima de la diana alborotada del corazón, ansioso de lucha y de sacrificio, el yugo y el haz, las flechas de nuestro emblema.
(Haz, núm. 6, 15 de julio de 1935)