IZQUIERDA
Nosotros –dicen los jóvenes de la izquierda– creíamos en el 14 de abril. ¿Qué era el 14 de abril? ¿Un programa? No; mal podía brotar un programa del conglomerado heterogéneo que triunfó entonces. Lo que nos unió a todos en 1931 fue, más que un programa, una actitud de espíritu. Sentimos como si nos diera en la frente aire fresco de amanecer. Como si saliéramos de una mazmorra triste. Todos nos hallábamos como recién bañados y ligeros. El recuerdo de una decadencia secular, sólo a relámpagos interrumpida, nos abrumaba. Despertábamos de una pesadilla angustiosa; pérdida del imperio colonial, incultura, patriotería, mediocridad, pereza... Ya era otro día: un día transparente, como las palabras del manifiesto de Ortega y Gasset.
En aquella mañana de abril no había socialistas ni liberales, obreros ni burgueses. Todos éramos unos: masa esperanzada y propicia a que nos modelaran nuestros mejores. ¿Qué pasaba para que nos hubiéramos confundido en una emoción sola gentes enardecidas durante años por afanes distintos?
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Había pasado esto, sencillamente: como siempre que se alcanza un alto, grado de temperatura espiritual, se había volatilizado la vegetación de todos los programas, habían ardido las ilusiones concretas, y saltaba al aire, más fuerte que cualquier deformación, la vena caliente y soterrada que todos llevábamos dentro, quizá sin advertirlo. Una vez más resplandecía la calidad religiosa, misteriosa, de los grandes momentos populares: no se creía en esto ni en aquello, en éste ni en aquél; se creía en el instante gozoso recién venido. El pueblo no confiaba ya en la virtud de tal o cual programa, sino en la inexpresada certidumbre de que había alcanzado una milagrosa capacidad de adivinación. Las discrepancias entre unos y otros, que hasta la víspera semejaban montañas, desaparecían. Se dijera que, sin saber cómo, habíamos aprendido a volar y que, desde lo alto del vuelo, todo era pequeñez.
Si el 14 de abril no hubiera habido más que los programas y los hombres conocidos, poco se hubiera podido esperar de él. Lo importante era otra cosa, la alegría del 14 de abril, que, con ser de expresión tan imprecisa, ocultaba mas profunda precisión que todos los programas; ésta: la aspiración ferviente hacia el recobro de la unidad espiritual de España sobre nuevas bases de existencia física popular. Patria y justicia para un pueblo sufrido. Nación y trabajo, dijo más tarde Ortega y Gasset.
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Pero antes dijo –y nosotros con él–: "No es esto, no es esto". Se pensará que los que habíamos encumbrado como nuestros mejores no habían entendido nada de la alegría popular. Sordos al llamamiento profundo del instante, se entregaron a la sustanciación de sus pequeñas querellas. Por falta de grandeza malograron la casi unanimidad lograda.
Nos encizañaron a los unos contra los otros. Nos depararon una República "agria y triste". Y lo que es peor: empezaron a retribuir servicios parlamentarios con trozos de España: dieron a Cataluña un Estatuto que era un estímulo a la secesión; cimentaron en la ley fundamental la incitación a obtener análogos Estatutos. Hubo un prurito de mortificación. Se debilitó la defensa nacional. Se orientó la política exterior en sentido servil. En conjunto, se hizo todo lo contrario de lo preciso para conservar y alimentar aquella fe en el recobro de un espíritu colectivo.
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Y en vez de haber tendido a mejorar la suerte del pueblo con una política generosa, se le irritó con propagandas agresivas, y luego se le dejó sin nada: hambriento como antes y más rabioso. Un marxismo crudo y hostil impidió que lo nacional y lo social se armonizaran. La política social adquirió en muchos puntos aire de insolencia, de altanería de vencedores. Los niños, en las escuelas, empezaron a levantar el puño, y los obreros socialistas, a mirar por la calle con altivez de quienes si toleran la vida al resto de los mortales es por pura condescendencia. Un aire ruso, asiático, opresor, oreaba todo aquello. Empezaba a barruntarse la dictadura del proletariado. Y eso, no –concluyen los jóvenes de izquierda–; no era eso lo que queríamos. Nos propusimos edificar una República ancha y limpia. Con lo que ha venido no nos hallamos en nuestra casa.
DERECHA
Nosotros –dicen los jóvenes de derecha– salimos a la calle con el alma llena de justa cólera española contra la política irreligioso, rencorosa, antinacional, del primer bienio. Nos humillaba la posición internacional de España, nos dolía en lo más hondo el galope emprendido hacia la desmembración, nos ofendía la insolencia de los triunfadores. Algunos de nosotros, en una ocasión equivocada y heroica, entregaron su vida en la calle alzados contra el Gobierno del Estatuto. Otros, sin ir más lejos, arrostraron las vicisitudes de una propaganda peligrosa. Recorrimos España de punta a punta, predicamos como una cruzada; sacamos de sus casas a muchedumbres retraídas, y en noviembre de 1933 se nos dijo que habíamos vencido.
¿Vencimos de veras? Es decir: ¿venció el destino nacional al que pensábamos servir? Porque esto es lo que importa: si nosotros aspirásemos a sustituir a las izquierdas en el abuso del Poder, seríamos tan responsables como ellas. Nosotros –los mejores de nosotros– no fuimos a la lucha electoral con ánimo de desquite, sino de servicio; no quisimos ganar las elecciones para nosotros, sino para España.
Hoy, aunque nos duela, hemos de confesar que nuestro esfuerzo fue baldío. Hasta octubre de 1934 no se hizo nada. Nuestros jefes decían que forzar las etapas era imprudente. En octubre de 1934 estalló la rebelión separatista y marxista. Nadie, en aquellas horas, regateó su esfuerzo: ni los cuadros armados de España, que se multiplicaron hasta el heroísmo; ni las escuadras de la Falange, que compartieron con las fuerzas armadas peligros y lutos; ni nosotros mismos, jóvenes de derechas, que cooperamos abnegadamente en funciones auxiliares. Alguien dijo, y así lo entendimos todos, que aquella fecha del 7 de octubre era el instante inaugural de un periodo fecundo. El triunfo sobre el primer intento armado de rebelión de la Generalidad tenía sustancia histórica para medio siglo. Nunca pensamos que sea desperdiciara.
Pero se desperdició. La táctica siguió recomendando soluciones tibias y trámites lentos. El desenlace brillante, tajante, de la intentona, fue sustituido por un inacabable laberinto de dilaciones y regateos. Todavía, pasado un año largo, asistimos a lo que se llama la liquidación de los sucesos de octubre. El Estatuto se va devolviendo a pedazos, sin garantías para la conservación de la unidad nacional. Y en cuanto al socialismo, en vez de desmontarlo y sustituirlo, se le irrita por un lado y se deja que lo alienten por otro.
¿Es ésta la política nacional que nosotros soñamos? ¿Vive España una existencia fuerte, caldeada por un espíritu nacional? No. Las derechas no han sacado del triunfo sino consecuencias egoístas, conservadoras: han derogado la ley de Reforma agraria, que era mala, no para sustituirla por una buena, sino para reemplazarla por un sarcástico simulacro que no dará tierras a los campesinos españoles en menos de dos siglos; asisten sin congoja al renacimiento de los jornales de hambre; dedican al problema del paro poco más que palabrería... En una palabra: se cruzan de brazos ante la pervivencia de un tono de vida triste, miserable, antihigiénico, bronco y desesperanzado.
Mala era la insolencia izquierdista de las Constituyentes, pero tampoco el señoritismo de estas Cortes, las risotadas torpes de la actual mayoría ante la viva angustia de España son lo que nosotros apetecíamos. Nosotros, los jóvenes, los que nos movemos por impulsos espirituales, libres del egoísmo zafio de los viejos caciques; nosotros aspirábamos a una España grande y justa, ordenada y creyente. No es esto, no es esto.
MISIÓN
Así, más o menos, dicen su desencanto dos grandes alas de nuestra generación española. Tristes han ido desertando de los tenderetes donde creyeron encontrar asilo, y, hoy se quejan y desconfían a la intemperie.
Y es que ni los jóvenes de izquierda eran de izquierda, ni los de derecha eran de derecha. Quiere decirse, claro está, los dotados de sensibilidad suficiente para percibir su tragedia interior; otros tienen desde que nacen almas de viejos corrompidos. Los muchachos de izquierda y de derecha que hoy se sienten a la intemperie no tenían, en el fondo del alma, vocación parcial, partidista: llevaban dentro la imagen imprecisa de una España entera, completa, armoniosa. Como protesta contra la inarmonía de lo que presentaba la realidad, se alistaban en cada ocasión en el bando opuesto, que, por contraste, se les antojaba salvador. Como los enamorados, identificaban su propio afán con la realidad del ser querido: dotaban a éste, fuera como fuera, de gracias y virtudes imaginadas. Pero los partidos de izquierda y de derecha eran bien diferentes a aquellas imágenes. Eran partidos tuertos, incapaces de ver por entero la armonía española y de amarla. Ansiaban concepciones incompletas, monstruosas, banderizas servidas por un vocabulario de humo. Invocaban el nombre de España para arropar, cuando menos, una miseria intelectual. No han traicionado a las juventudes; las ha traicionado la fe que ellas pusieron en que aquellos partidos tuertos pudieran entender la gran aspiración española. Los partidos han dado de sí lo que su propia naturaleza prometía.
¿A qué aguardan ahora las juventudes a la intemperie? ¿Renunciarán a toda esperanza? ¿Se retraerán a torres de marfil? ¿Aguardarán a confiar de nuevo en voces partidistas que otra vez las seduzcan para desencantarlas? Si esto hiciera nuestra generación, se recordaría como una de las más cobardes y estériles. Su misión es otra, y bien clara: llevar a cabo por sí misma la edificación de la España entera, armoniosa; por sí misma, por la juventud misma que la siente y entiende, sin intermediarios ni administradores. Esta generación, depurada por el peligro y el desengaño, puede buscar en sus propias reservas espirituales acervos de abnegada austeridad. Cuando se ha aprendido a sufrir, se sabe servir. En el ánimo de servicio está el secreto de nuestro triunfo. Queremos ganar a España para servirla. Arrojados a la intemperie por las tribus acampadas bajo los sombrajos de los partidos, queremos levantar el nuevo refugio fuerte, claro y alegre en cuyas estancias se identifiquen servicio y honor.
(Arriba, núm. 18, 7 de noviembre de 1935)