En Salamanca, el otro día, se han ratificado en público las más vivas protestas de amor entre el partido radical y la C.E.D.A. No para hoy ni para mañana, sino para todos los días, presentes y futuros, ha quedado sellada la alianza indisoluble.
Fue en ocasión de conferirse al señor Gil Robles y al señor Casanueva el título de hijos predilectos de la vieja ciudad universitaria. No faltaron al regocijo las blancas melenas del señor Lerroux y del señor Portela Valladares, a las que pocos, cuando aún negreaban en los días guerrilleros de la mocedad, hubieran barruntado estar destinadas a aumentar el decoro de una fiesta tan conservadora, tan apacible como ésta de otorgar a los señores Gil Robles y Casanueva la filiación predilecta de Salamanca. Propicio así el ambiente a las efusiones, no tardó en sobrevenir la declaración terminante de amor eterno. Así, si las piedras duermen, las doradas piedras de Salamanca dormirían tranquilas aquella noche, en la seguridad de que si ya no existen el Imperio español, la Universidad española ni apenas España, en cambio podríamos presentar ante el mundo la afianza tierna y fuerte del partido radical y de la Confederación de Derechas Autónomas.
Sin embargo, no esperen las piedras salmantinas presenciar en años sucesivos nuevas fiestas que canten la fecundidad de estos desposorios. La unión cedorradical es estéril.
El radicalismo se quedó sin el último resto de programa tan pronto como se hizo conservador. Antes había perdido su color popular cuando el socialismo atrajo hacia la lucha de clases el ingenuo entusiasmo que hasta entonces consagraban los obreros al sueño de una República más o menos federal. Se quedó así con las escuadras de los jóvenes bárbaros, cuya aspiración más precisa parecía ser el atropello físico de las monjas: semejante programa (en el qué al ardor anticlerical se mezclaba un viejo apetito español atormentado e insatisfecho) fue, con excelente acuerdo, cancelado. Pero ya sin masas obreras y sin barbarie antimonjil, ¿qué quedaba al partido radical? Quedaba la ancianidad del señor Lerroux, llegada justamente a punto para depararle cierta aureola de veneración, y quedaba –debajo– la solidaridad de la vieja guardia en la celosa conservación del patrimonio casi familiar. Recuerdos.
Por su parte, la C.E.D.A. también pareció tener, aunque más corta, una ardorosa juventud (con minúscula, compañero linotipista, no vaya a pensar nadie que nos referimos a la vetusta J.A.P.). Los primeros tiempos de Gil Robles, bajo el bienio de Azaña, fueron animosos y combativos. Durante ellos se renovó la invocación de valores espirituales antiguos, como si se quisiera que la política no fuese sólo pugna de intereses. El efecto de las grandes palabras fue rápido y, en cierto aspecto, confortador: miles y miles de personas salieron de sus casas dispuestas al esfuerzo y aun al sacrificio. Pero ¡ay!, la política es como un estupefaciente: quienes la prueban con algún gusto, acaban por enviciarse en ella. Poco a poco, lo que nació como caliente movimiento espiritual fue convirtiéndose en partido como los otros; cada día se fueron arriando más banderas inalienables –las de todo lo espiritual– para ganar en un toma y daca de cosas tangibles. Pronto los haberes del clero y la Contrarreforma agraria importaron más a la C.E.D.A. que el crucifijo en las escuelas, la indisolubilidad del matrimonio y el prestigio internacional de España.
Tales son –valga hoy nuestra primera plana como sitio propio para la "Crónica de sociedad"– los contrayentes. Por mucho que quiera paliarlo nuestra cortesía de cronistas de salones, la cruda realidad dice a gritos que se trata de una boda por interés, sin amor, ni alegría, ni esperanzas de descendencia.
JUVENTUDES DE ESPAÑA
Cuando los ministros sensibles –que hay algunos– del actual Gabinete tiendan la vista en derredor, percibirán con angustia sombría la falta de todo grupo juvenil en torno suyo. Como los árboles, a veces seculares, de los escasos bosques de España, estos ministros no se podrán mirar en el consuelo de renuevos que crezcan en torno suyo; saben que con su propia muerte vendrá la muerte del bosque en que nacieron.
Los muchachos de España sienten el más completo desvío hacia estas rancias cosas que se llaman C.E.D.A., agrarios y partido radical. Es inútil que unos y otros se finjan la existencia de Juventudes, cuya misión, estimulante de la más benévola risa, parece consistir en afectar ademanes malhumorados y reclamar todo el Poder para el jefe (cada Juventud para su jefe, cosa que a los jefes de las otras Juventudes les debe de hacer mucha gracia).
Es inútil que nos aseguren que el señor Calzada, por ejemplo, tiene veinticinco años; con ser ello cronológicamente verdad, no hay quien atribuya al señor Calzada menos de sesenta al conocer su voz engolada, su aire serio de hombre que está en todas las combinaciones y su afición, ya irreprimible, a las ¡das y vueltas de la política. Todo eso es inútil: la juventud de España, la auténticamente joven y combativo, está con el marxismo o está con nosotros (salvo, si se quiere, un pequeño y respetable grupo que permanece con desinterés ejemplar bajo las banderas tradicionalistas). Los hombres inteligentes de nuestra generación se han dado cuenta, en España como en toda Europa, de que el sistema liberal capitalista del siglo XIX está en sus últimos estertores, y se aprestan –con la dura vocación para el sacrificio que existen estas épocas de paro– a alumbrar un orden nuevo. Los marxistas creen que ese orden es necesariamente el suyo; nosotros, conformes en gran parte con la crítica marxista, creemos en la posibilidad de un orden nuevo sobre la primacía de lo espiritual.
Estas dos maneras –profundas, completas, responsables– de entender el mundo se reparten el alma de la juventud. Lo demás es cuquería, cuando no simple estupidez. Es querer hacerse los distraídos ante un mundo que cruje. Tal es el intento de todos los grupos conservadores, se llamen como se llamen, y de sus pretendidas Juventudes Y para hacerse mejor los distraídos, para que la digestión no se les inquiete con ninguna alusión molesta, se apresuran incluso a prohibir emblemas, camisas, banderas, todos los atributos de los que adivinan, más allá de las tormentas, una nueva concepción del mundo.
¡Juventudes de España! ¡Juventudes nuestras y juventudes revolucionarias marxistas, de cuyas filas vendrán muchos a nuestra revolución social y nacional! Nosotros nos combatiremos de una manera trágica a veces, pero que en su misma tragedia gana dimensiones de historia. Este Estadito liberal, anémico, decadente, nos combate a unos y otros con las medidas angustiosas, chinchorreras e inútiles que le, sugiere su inspiración agonizante. ¡No importa! Esto pasará, y vosotros, o nosotros, triunfaremos sobre las ruinas de lo que por minutos desaparece. Para bien vuestro y NUESTRO –aunque ahora no lo creáis y aunque a veces hayamos dialogado a tiros–, será nuestra revolución nacional la que prevalezca. ¡Arriba España!
(Arriba, núm. 15, 27 de junio de 1935)